Bienvenido a mi mundo de letras

Para aprender
A escribir un cuento
Lo único que debes
Aprender es ésto:
Busca tus palabras
Ríndete a su vuelo
Así, (y sólo así) verás tu alma
Surcar horizontes de sueños


Y si... ríndete al vuelo de tus palabras. Ellas irán hilvanando poco a poco, una a una, tus frases para que traigan a la realidad cotidiana a esos sueños que habitan tu alma, y que aún te falta descubrir.

jueves, 28 de enero de 2010

DOS VETERANOS


Mario, veterano de guerra de Malvinas, 37 años, desocupado. Vestía un gastado conjunto camuflado,  de ésos que dan en el ejército; como atesorando una etapa en la que se sintió héroe.
Sentado en el banco de la plaza miraba a las palomas picotear miguitas que le ofrecían los jubilados.
Desde algún lugar llegaba “un exquisito aroma a salsa… si, si, pero con estofado, no… tal vez sea un guiso carrero. Uh, cómo me duelen las tripas” conjeturaba Mario mientras sentía que el estómago se le pegaba a las paredes abdominales. Hacía casi dos días que no comía.
(Tal vez nunca hayas sentido hambre de esa manera, ni hayas tenido la urgencia que vas más allá de un bajón de presión por falta de alimento cuando el apetito cruza la frontera del hambre, cuando el aire te aprieta las sienes y un breve sudor frío te humedece la frente. Ni hayas conocido, amigo que me lees, la cornisa de la hipotermia por falta de abrigo o que los diarios como única cobija se apiaden para conservar tu temperatura corporal).
Era una tarde de abril en Buenos Aires, cuando las hojas diplomadas en mayoría de edad comienzan a emanciparse de los árboles para iniciar vaivenes de gira otoñal, cuando el sol molesta en la piel pero se lo extraña enseguida al refugio de las sombras.
Un poco más allá, como a tres bancos de distancia, un anciano les enseñaba a darle migas a las palomas a tres niños que seguramente serían sus nietos.
Nuestro veterano de guerra los observó un instante, se imaginó que a ese abuelo hoy le tocaba sacar a pasear a sus nietos, y como todo abuelo prefiere un lugar de libertad antes del encierro del cine, o de los sitios de comida rápida casi obligatorios en la opinión de los chicos.
El bullicio lo aportaban los niños, el hombre de los años lo equilibraba con sobrio silencio, sólo interrumpido con muy breves palabras al alcanzarle miguitas a cada uno de ellos. “Así”, “Dale”, “Cuidado”. Seguramente así sería toda la relación de ese vínculo.
Pensaba… ¡los ancianos necesitan tan pocas expresiones para hacernos sentir que nos quieren! Y nosotros, solemnes seres experimentados nos deshacemos en explicaciones en cada interlocución para que nos entiendan, para hacer saber que cumplimos los roles de adultos responsables con nuestros menores.
Por su parte los niños sienten una indescifrable, inefable sensación de seguridad con el abuelo, un halo de protección que emana ese rostro surcado de arrugas les llega al alma. Y su silencio… genera un respeto tácito de propios y ajenos.
Mario, luego de contemplarlos un rato, se acercó tratando de no molestar a las palomas para no entorpecer ese ambiente de calma en sus vecinos observados.
Miró al hombre del tiempo indefinido y éste le respondió con media sonrisa a la vez que le ofrecía el paquete con migas para que se sume al acto de alimentar a las aves.
“Me hago paloma” pensó Mario… el cuadro del abuelo había distraído todo menos su hambre.
Los niños lo miraban con curiosidad, y el anciano le preguntó a Mario si no tenía alguna historia para contarle a los chiquilines.
Se sentó en el banco junto al abuelo, y los niños cruzaron las piernas y se sentaron en el suelo frente a él con una naturalidad que asombraba.
Y comenzaron algunas historias de los preparativos para recuperar Malvinas, de la vida en los cuarteles y el respetuoso amor por las enseñas patrias que cautivó a todos.
Como por arte de magia apareció una bolsita con sándwiches, y al paso del cafetero el abuelo pidió dos bien cargaditos para “bajar” la comida, para los niños luego habría gaseosas.
Un par de historias más, comieron galletitas dulces, y los chicos le dejaron al cuentista un paquete sin abrir. Cuando se preparaban para irse entre comentarios de los niños por las historias escuchadas, Mario notó que al anciano le faltaba la mano izquierda, pero por ese respeto tan genuino que generaba el hombre, no se atrevió a preguntar nada.
El abuelo estrechó la diestra de Mario y en ese apretón le dejó un bollito de papel con un gesto que le hizo intuir que no debía ser abierto en su presencia.
Esperó que se retiren lo suficiente para mirar, y mientras pensaba qué fue lo que le provocó hacer de narrador de historias para niños, descubrió una servilleta envolviendo dos billetes de diez pesos doblados. La servilleta tenía una torpe hilera de letras que le costó descifrar, con esfuerzo leyó… “Yo estuve en un campo de concentración”.


Y si… el hambre a veces angustia, pero otras tantas despierta a través del instinto las estrategias más audaces para conseguir el pan, y si esas audacias se basan en la honradez, seguro recibirán el beneplácito del Creador para bendecirlas con un gesto anónimo.

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