Mario, veterano de guerra de
Malvinas, 37 años, desocupado. Vestía un gastado conjunto camuflado, de ésos que dan en el ejército; como
atesorando una etapa en la que se sintió héroe.
Sentado en el banco de la plaza
miraba a las palomas picotear miguitas que le ofrecían los jubilados.
Desde algún lugar llegaba “un exquisito aroma a salsa… si, si, pero
con estofado, no… tal vez sea un guiso carrero. Uh, cómo me duelen las tripas”
conjeturaba Mario mientras sentía que el estómago se le pegaba a las paredes
abdominales. Hacía casi dos días que no comía.
(Tal vez nunca hayas sentido
hambre de esa manera, ni hayas tenido la urgencia que vas más allá de un bajón
de presión por falta de alimento cuando el apetito cruza la frontera del
hambre, cuando el aire te aprieta las sienes y un breve sudor frío te humedece
la frente. Ni hayas conocido, amigo que me lees, la cornisa de la hipotermia
por falta de abrigo o que los diarios como única cobija se apiaden para
conservar tu temperatura corporal).
Era una tarde de abril en Buenos
Aires, cuando las hojas diplomadas en mayoría de edad comienzan a emanciparse
de los árboles para iniciar vaivenes de gira otoñal, cuando el sol molesta en
la piel pero se lo extraña enseguida al refugio de las sombras.
Un poco más allá, como a tres
bancos de distancia, un anciano les enseñaba a darle migas a las palomas a tres
niños que seguramente serían sus nietos.
Nuestro veterano de guerra los observó
un instante, se imaginó que a ese abuelo hoy le tocaba sacar a pasear a sus
nietos, y como todo abuelo prefiere un lugar de libertad antes del encierro del
cine, o de los sitios de comida rápida casi obligatorios en la opinión de los
chicos.
El bullicio lo aportaban los
niños, el hombre de los años lo equilibraba con sobrio silencio, sólo
interrumpido con muy breves palabras al alcanzarle miguitas a cada uno de
ellos. “Así”, “Dale”, “Cuidado”.
Seguramente así sería toda la relación de ese vínculo.
Pensaba… ¡los ancianos necesitan
tan pocas expresiones para hacernos sentir que nos quieren! Y nosotros,
solemnes seres experimentados nos deshacemos en explicaciones en cada
interlocución para que nos entiendan, para hacer saber que cumplimos los roles
de adultos responsables con nuestros menores.
Por su parte los niños sienten
una indescifrable, inefable sensación de seguridad con el abuelo, un halo de
protección que emana ese rostro surcado de arrugas les llega al alma. Y su
silencio… genera un respeto tácito de propios y ajenos.
Mario, luego de contemplarlos un
rato, se acercó tratando de no molestar a las palomas para no entorpecer ese
ambiente de calma en sus vecinos observados.
Miró al hombre del tiempo
indefinido y éste le respondió con media sonrisa a la vez que le ofrecía el
paquete con migas para que se sume al acto de alimentar a las aves.
“Me hago paloma” pensó Mario… el cuadro del abuelo había distraído
todo menos su hambre.
Los niños lo miraban con
curiosidad, y el anciano le preguntó a Mario si no tenía alguna historia para
contarle a los chiquilines.
Se sentó en el banco junto al
abuelo, y los niños cruzaron las piernas y se sentaron en el suelo frente a él
con una naturalidad que asombraba.
Y comenzaron algunas historias de
los preparativos para recuperar Malvinas, de la vida en los cuarteles y el
respetuoso amor por las enseñas patrias que cautivó a todos.
Como por arte de magia apareció
una bolsita con sándwiches, y al paso del cafetero el abuelo pidió dos bien
cargaditos para “bajar” la comida, para los niños luego habría gaseosas.
Un par de historias más, comieron
galletitas dulces, y los chicos le dejaron al cuentista un paquete sin abrir.
Cuando se preparaban para irse entre comentarios de los niños por las historias
escuchadas, Mario notó que al anciano le faltaba la mano izquierda, pero por
ese respeto tan genuino que generaba el hombre, no se atrevió a preguntar nada.
El abuelo estrechó la diestra de
Mario y en ese apretón le dejó un bollito de papel con un gesto que le hizo
intuir que no debía ser abierto en su presencia.
Esperó que se retiren lo
suficiente para mirar, y mientras pensaba qué fue lo que le provocó hacer de
narrador de historias para niños, descubrió una servilleta envolviendo dos
billetes de diez pesos doblados. La servilleta tenía una torpe hilera de letras
que le costó descifrar, con esfuerzo leyó… “Yo estuve en un campo de
concentración”.
Y si… el hambre a veces angustia,
pero otras tantas despierta a través del instinto las estrategias más audaces
para conseguir el pan, y si esas audacias se basan en la honradez, seguro
recibirán el beneplácito del Creador para bendecirlas con un gesto anónimo.
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